Con el nuevo siglo, los centros educativos bilingües se extendieron por las Comunidades Autónomas como las setas, y hoy, para muchos, el marbete de calidad de un colegio es que en el rótulo de su puerta pueda leerse que es “bilingüe”, aunque no siempre se sepa qué significa exactamente la etiqueta. La Comunidad de Madrid se destacó del resto en la carrera por la designación de centros bilingües dentro de la red pública, y tras diez años de funcionamiento ha implantado el bilingüismo en 340 colegios y 100 institutos. Se desarrollaron currículos académicos integrados en los que, por lo general, excepto Matemáticas y Lengua Castellana y Literatura, cualquier área podría impartirse en inglés. Como el profesorado no estaba lo suficientemente preparado para enseñar otras materias en esa lengua, se llevaron a cabo programas de formación inicial y permanente, cursos intensivos, estancias en el extranjero. Los resultados fueron acelerados y desiguales, pero la gran mayoría de los docentes implicados consiguió acreditar más de un nivel B2 del Marco Común Europeo de Referencia de las Lenguas.
Quizás, como han apuntado muchos, el esfuerzo de los docentes no los haya convertido en bilingües y su nivel no sea suficiente, o generalizado, para enseñar la Historia de España o la Biología en inglés. Es posible, como indicaron otros, que los alumnos no hayan asimilado convenientemente los contenidos de las asignaturas al ser impartidas en esa lengua. Tal vez, como se señalaba también, el programa haya producido efectos negativos sobre los alumnos con familias de menor nivel educativo o sobre las relaciones laborales y la composición de las plantillas en los centros. Pero el proceso era imparable. Después llegaron los profesores nativos, a quienes se pedía la misma titulación que a los funcionarios pero sin oposición, y, últimamente, los “profesores expertos con dominio de lenguas extranjeras”. Una retórica amparada por el marketing y la cobertura legal que ha ido conformándose a lo largo de la última década. En paralelo, además, se desarrolló el gran negocio de la evaluación.
Se determinó que los alumnos deberían realizar evaluaciones externas para comprobar su nivel de inglés al final de cada antiguo ciclo, en 2º, 4º y 6º de Primaria. También en 2º y 4º de ESO. Unas pruebas que, de ser necesarias, no las aplica una institución pública nacional de prestigio, sino que se les encarga —la prueba final de Primaria y la de Secundaria—a la Universidad de Cambridge y —en los otros niveles de Primaria— a Trinity College de Londres. Estas instituciones son pioneras en la implantación y desarrollo de los sistemas de acreditación del conocimiento del idioma inglés. Surgidas inicialmente como corporaciones autónomas dentro de prestigiosas universidades, pronto sus creadores fueron conscientes de la dimensión económica que representaban las pruebas y del negocio de las certificaciones a escala global. Sirva de ejemplo que, en este curso, una de las modalidades de examen que ofrece Trinity College cuesta entre 40 y 60 euros. Por su parte, un PET (Preliminary English Test) que ofrece Cambridge cuesta por encima de los 100 euros.
El credencialismo académico es una carga económica y no es relevante en la enseñanza o en la vida profesional futura de los niños
Estos exámenes externos no se ajustan estrictamente al currículo del curso, sino que son establecidos por las instituciones en función de sus propios protocolos, alineados con los niveles del Marco Común Europeo. Aunque según la norma solo la prueba de 6º de Primaria tendría carácter obligatorio y solo para los alumnos que deseen continuar sus estudios en la sección bilingüe de un instituto, desde la Comunidad de Madrid se tiene un interés desproporcionado en que todos los niños y niñas de segundo y cuarto de Primaria se examinen también y acrediten sus conocimientos. Para ello, en los centros se desarrolla cada año un intenso proceso de preparación específica y de selección del alumnado que cada colegio habrá de presentar a las pruebas externas. En ocasiones las escuelas han recibido incluso llamadas de la Consejería interesadas en conocer si se presentan todos y sugiriendo la conveniencia de que fueran más los que lo hicieran. En última instancia, la Administración reclama una justificación minuciosa de las ausencias.
Esto, en el mejor de los casos, no solamente significaría un llamativo desconocimiento de las peculiaridades y desemejanzas en los ritmos de aprendizaje de cada niño en cada etapa de su crecimiento y una presión adicional sobre familias, alumnos y docentes, sino un evidente desprecio por las decisiones que adopta el profesorado especialista y una indiferencia por la opinión de los padres que, en ocasiones, son los primeros en manifestarse en contra de que sus hijos participen en las pruebas.
La acreditación de estos conocimientos mediante pruebas externas a una edad tan temprana no dejaría de ser una cuestión verdaderamente sorprendente, innecesaria por su nula repercusión en la vida académica y profesional futura de esos niños, que se integraría como una lamentable anécdota más en la absurda dinámica obsesiva del credencialismo académico, si no fuera por sus repercusiones económicas. Según datos que publica la Comunidad de Madrid y estimaciones para este año, desde que el programa arrancó hace diez cursos se habrían presentado más de 200.000 alumnos a las pruebas. Una cifra que sustenta el negocio en torno a esas pruebas innecesarias, un negocio que la ciudadanía asume al parecer como inevitable.
No se puede renunciar al aprendizaje del inglés y otras lenguas extranjeras en el sistema educativo público, pero no nos obsesionemos con ser bilingües a cualquier precio. Y mucho menos por preguntarnos a cada rato si lo somos, pagando —eso sí— para que nos respondan.
Ángel Santamaría es autor de Heducación se escribe sin hache, Editorial Debate.
(Visto en EL PAÍS)